El valor de aquella estampita

Una familia feliz se aventuraba a vivir la vida en plenitud, sin prisas. Las noticias de la calle eran sólo nubes que ensombrecían un mundo marcado por las sonrisas y las ilusiones.

Incluso, a esas esperanzas se unía la inminente llegada de la Cuaresma, un momento en el que la familia al completo se preparaba para la Semana Santa. El padre, maniguetero de su Cristo de toda la vida, mientras que su hija siempre porta el cirial que alumbra la llegada de la dolorosa. La madre, con mucho esmero y cariño, cuidaba que no faltara ningún detalle ni rezo para el día grande.

Sin embargo, un buen día la enfermedad entró por el camino más corto de la casa. Mientras se ganaba la vida, el padre de esta familia se vio afectado por una grave dolencia. En un principio, los augurios eran positivos. Durante los primeros días, pese a las lógicas molestias de una pandemia, su hija no dudó en ningún momento de acudir a su cuidado y ayuda.

-Aunque un virus peligroso nos impida hacer una vida normal, yo voy a ir al hospital para estar junto a papá, le comentó la hija a su madre.

-¿Estás segura? Vida sólo hay nada más que una, y tenemos que cuidar de los más débiles, le respondió su madre, contrariada.

-Soy consciente de los riesgos. Pero, en estos duros momentos, creo que hay que una mirada que puede ayudar papá. Un Cristo afligido y con una mirada dulce, su Señor de su alma. Le voy a llevar la estampita de su cartera.

Tras pasar los exhaustivos controles del hospital, se produjo un cruce de miradas cómplices. El padre, necesitado de abrazos y caricias y una hija que buscaba esa conversación pendiente. Pese a los problemas de salud, su cara lo decía todo: optimismo, esperanza y fe. Incluso, llegó a decir: «seguro que salgo de este bache de salud y me vuelvo a vestir de penitente».

Pese a los buenos deseos, los caminos de Dios parecían ir por otro lado. Una fría llamada del hospital alteró todo esquema:

-Señora, su marido se encuentra en una situación clínica irreversible. Prepárese para el peor escenario posible.

Unos días más tarde, la marcha de este cofrade sencillo de nuestro mundo tomó una nueva dimensión. Tanto su esposa como su hija se dieron cuenta:

-Hija, todavía no me creo lo que ha pasado. ¡Su muerte ha sido una injusticia! No le encuentro ninguna explicación. No veo a Dios por ningún lado, dijo su esposa, marcada por el dolor de la tragedia.

-Entiendo la tristeza y el sufrimiento. Nos ha dejado la persona más importante de nuestra vida, y eso me ha golpeado fuertemente. Pero, ¿sabes una cosa? La última vez que tuve la suerte de hablar con él me dijo que, pasara lo que pasara, teníamos que ser optimistas y seguir viviendo como una familia. Y algo mucho más importante, él se fue de este mundo en paz. Incluso, una enfermera me comentó que en sus últimos momentos rezaba a su Cristo y su rostro se le iluminaba, dijo su hija mientras se secaba las lágrimas.

-Me cuesta mucho y no termino de ver este calvario….Aunque, él como buen cofrade, aunque negó la vara dorada, se ha ido con su Cristo, y hasta para eso ha tenido arte. ¡Qué grande es mi marido!

Para muchos, un trozo de cartón es un detalle minúsculo, pero para otras personas es una vía que produce emociones. Esa es la grandeza de la Semana Santa.

(*) Este primer artículo de cuaresma va dedicado, como no podía ser de otra forma, a todas aquellas personas que nos han dejado durante esta época de pandemia y a todas sus familias.

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